jueves, 23 de septiembre de 2010

Christian Eriksen: Danés con pedigree



De las lejanas tierras nórdicas donde su población es la más feliz y satisfecha del mundo, nace Christian Eriksen, un jugador que quiere romper el molde y diferenciarse del resto.

Eriksen, Christian nació el 14 de febrero de 1992 en Middelfart –pueblo danés situado en la isla de Funem-. “Chris” comenzó su carrera como futbolista a la edad de tres años en el equipo Middelfart G&BK –equipo de la localidad- donde estuvo por 10 años. Pobre chaval, dirán algunos, no ha tenido infancia, pero es cierto: desde muy temprano le han explotado sus dotes como jugador, fundamental para alguien que busca ganarse la vida con la pelotita. Tras jugar por ese equipo de la localidad, tuvo su recompensa y fue tomado en cuenta por el Club OB Odense, uno de los más grandes de Dinamarca, en el 2005. Fue allí donde acabó siendo considerado una de las grandes promesas del fútbol danés. Prácticamente ganó notoriedad con su nuevo club, y en su segunda temporada con el OB Odense fue nombrado como “Mejor jugador joven de la categoría”.

Dicho galardón le valió para que grandes equipos europeos pusieran sus ojos sobre él. Llámese Chelsea o Barcelona, eran los que estaban primeros en la lista por el jugador. Sin embargo, durante la puja, y para sorpresa de todos –para otros no-, fue el Ajax quien finalmente obtuvo el fichaje. Se decidió tal vez por el mejor camino, considerando que el Club Ajax es quizás la mejor cantera del planeta para muchos. No olvidemos que grandes jugadores emergieron de ese club como Johan Cruyff, Marco van Basten, entre otros. Pero cuál es el secreto. Quizás sea a las increíbles y modernas infraestructuras de alto rendimiento que gozan los holandeses para que su cantera esté repleta de jóvenes talentos de todo el mundo, jóvenes que esperan una oportunidad. En gran medida, el Club Ajax debería darle las gracias a sus ojeadores, quienes están por todo el mundo intentado encontrar una nueva joya, pues recordemos aquella frase: no cualquiera puede ser un gran futbolista, pero un gran futbolista puede surgir de cualquier lugar. Valga la aclaración, y sin desviarnos del tema principal, regresemos con “Chris” en su llegada al Ajax. Recordemos que el club holandés ha tenido en su plantilla histórica una numerosa cantidad de jugadores provenientes de Dinamarca. Desde la escala de los hermanos Laudrup hasta el delantero hispano-danés Kenneth Pérez, Eriksen surge como la nueva joya a brillar. Su debut con el cuadro principal del Ajax fue el 17 de enero en un partido de la liga ante el NAC Breda, y desde principios de este año es titular habitual en el once de Martin Jol, acumulando un total de 15 partidos con la camiseta 51 de los “hijos de Dios”.

Debido a su gran visión de juego, sus pases al hueco o a larga distancia, su gran juego técnico que muchas veces es confundido por un brasileño que danés porque no se complica y siempre elige la opción correcta y fácil, su peligro también cuando se encuentra en las jugadas a balón parado, su clara vocación ofensiva que puede desempeñar perfectamente el rol de mediapunta - le presionas dejando espacios te mata con un buen pase a un compañero, pero peor es aun si no le encimas para no perder tu marca porque una de sus especialidades es el disparo desde larga distancia-, debido a todo lo mencionado, el Club Ajax firmó un nuevo contrato con Eriksen hasta el próximo 1 de julio de 2014, claro, aduciendo que el jugador aún tiene “mucho que aprender” en el equipo de Ámsterdam. Sin embargo, lo principal para el club holandés –bueno, desde mi punto de vista- es tener una nueva oportunidad de sacar tajada por un jugador que llegó a sus filas por una cantidad mínima (le costó 1 millón de euros traerlo del Club OB Odense) en comparación a la cifra que pueden sacar por él al final del contrato.

Con su selección, participó en más de 30 partidos con las categorías inferiores, y fue elegido –una vez más- como mejor jugador sub 17 en Dinamarca en el 2008. Empero, con la selección nacional debutó a consecuencia de las lesiones de otros internacionales –a principios del año, cuando Jesper Gronkjaer y Martin Jorgensen, dos baluartes en el mediocampo danés, se cayeron de la lista por lesión, el seleccionador Morten Olsen llamó a Eriksen y le dio la alternativa frente a Austria en un amistoso. Fue así el tercer jugador más joven que debuta en dicha selección, además, fue el jugador más joven que participó en el Mundial de Sudáfrica 2010, donde, a pesar de que su selección fue eliminada en la primera fase, llegó a disputar dos juegos: en el debut, frente a Holanda, entró en reemplazo por el jugador Thomas Kahlember en el 73’ y en el tercer partido, frente a Japón, reemplazó al mismo jugador pero en este caso diez minutos antes.





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miércoles, 8 de septiembre de 2010

Cuentos de fútbol II


A pedido del público, una vez más comparto uno de los otros relatos de este gran humorista argentino.

GALLARDO PÉREZ, REFERÍ

Osvaldo Soriano

Cuando yo jugaba al fútbol, hace más de veinte años, en la Patagonia, el referí era el verdadero protagonista del partido. Si el equipo local ganaba, le regalaban una damajuana de vino de Río Negro; si perdía, lo metían preso. Claro que lo más frecuente era lo de la damajuana, porque ni el referí, ni los jugadores visitantes tenían vocación de suicidas.

Había, en aquel tiempo, un club invencible en su cancha: Barda del Medio. El pueblo no tenía más de trescientos o cuatrocientos habitantes. Estaba enclavado en las dunas, con una calle central de cien metros y, más allá, los ranchos de adobe, como en el far-west. A orillas del río Limay estaba la cancha, rodeada por un alambre tejido y una tribuna de madera para cincuenta personas. Eran las "preferenciales", las de los comerciantes, los funcionarios y los curas. Los otros veían el partido subidos a los techos de los Ford A o a las cajas de los camiones de la empresa que estaba construyendo la represa.

Todos nosotros estábamos bajo el influjo del maravilloso estilo del Brasil campeón del mundo, pero nadie lo había visto jugar nunca: la televisión todavía no había llegado a esas provincias y todo lo conocíamos por la radio, por esas voces lejanas y vibrantes que narraban los partidos. Y también por los diarios, que llegaban con cuatro días de atraso, pero traían la foto de Pelé, el dibujo de cómo se hacía un cuatro-dos-cuatro y la noticia de la catástrofe argentina en Suecia.

Yo jugaba en Confluencia, un club de Cipolletti, pueblo fundado a principios de siglo por un ingeniero italiano que tenía un monumento en la avenida principal. Todavía las calles no habían sido pavimentadas y para ir al fútbol los domingos de lluvia había que conseguir camiones con ruedas pantaneras.

Confluencia nunca había llegado más arriba del sexto puesto, pero a veces le ganábamos al campeón. Muy de vez en cuando, pero le dábamos un susto.

Ese día teníamos que jugar en la cancha de Barda del Medio y nunca nadie había ganado allí. Los equipos "grandes" descontaban de sus expectativas los dos puntos del partido que les tocaba jugar en ese lugar infernal. Los muchachos de Barda del Medio, parientes de indios y chilenos clandestinos, eran tan malos como nosotros suponíamos que eran los holandeses o los suecos. Eso sí, pegaban como si estuvieran en la guerra. Para ellos, que perdían siempre por goleada como visitantes, era impensable perder en su propia casa.

El año anterior les habíamos ganado en nuestra cancha cuatro a cero y perdimos en la de ellos por dos a cero con un penal y piadoso gol en contra de Gómez nuestro marcador lateral derecho. Es que nadie se animaba a jugarles de igual a igual porque circulaban leyendas terribles sobre la suerte de los pocos que se habían animado a hacerles un gol en su reducto.

Entonces, todos los equipos que iban a jugar a Barda del Medio aprovechaban para dar licencias a sus mejores jugadores y probar a algún pibe que apuntaba bien en las divisiones inferiores. Total, el partido estaba perdido de antemano.

El referí llegaba temprano, almorzaba gratis y luego expulsaba al mejor de los visitantes y cobraba un penal antes de que pasara la primera hora y la tribuna empezara a ponerse nerviosa. Después iba a buscar la damajuana de vino y en una de ésas, si la cosa había terminado en goleada, se quedaba para el baile.

Ese día inolvidable, nosotros salimos temprano y llevamos un equipo que nos había costado mucho armar porque nadie quería ir a arriesgar las piernas por nada. Yo era muy joven y recién debutaba en primera y quería ganarme el puesto de centro delantero con olfato para el gol. Los otros eran muchachos resignados que iban para quedarse en el baile y buscar una aventura con las pibas de las chacras.

Después del masaje con aceite verde, cuando ya estábamos vestidos con las desteñidas camisetas celestes, el referí Gallardo Pérez, hombre severo y de pésima vista, vino al vestuario a confirmar que todo estuviera en orden y a decirnos que no intentáramos hacernos los vivos con el equipo local. Le faltaban dos dientes y hablaba a tropezones, confundiendo lo que decía con lo quería decir.

Le dijimos -y éramos sinceros- que todo estaba bien y que tratara, a cambio, de que no nos arruinaran las piernas. Gallardo Pérez prometió que se lo diría al capitán de ellos, Sergio Giovanelli, un veterano zaguero central que tenía mal carácter y pateaba como un burro.

Ni bien saludamos al público que nos abucheaba, el defensa Giovanelli se me acercó y me dijo: "Guarda, pibe, no te hagas el piola porque te cuelgo de un árbol". Miré detrás de los arcos y allí estaban, pelados por el viento, los siniestros sauces donde alguna vez habían dejado colgado a algún referí idealista. Le dije que no se preocupara y lo traté de "señor". Giovanelli, que tenía un párpado caído surcado por una cicatriz, hizo un gesto de aprobación y fue a hacerles la misma advertencia a los otros delanteros.

La primera media hora de juego fue más o menos tranquila. Empezaron a dominarnos pero tiraban desde lejos y nuestro arquero, el Cacho Osorio, no podía dejarla pasar porque habría sido demasiado escandaloso y nos habrían linchado igual, pero por cobardes. Después dieron un tiro en un poste y el Flaco Ramallo sacó varias pelotas al córner para que ellos vinieran a hacer su gol de cabeza.

Pero ese día, por desgracia, estaban sin puntería y sin suerte. Todos hicimos lo posible para meter la pelota en nuestro arco, pero no había caso. Si el Cacho Osorio la dejaba picando en el área, ellos la tiraban afuera. Si nuestros defensores se caían, ellos la tiraban a las nubes o a las manos del arquero.

Al fin, harto de esperar y cada vez más nervioso, Gallardo Pérez expulsó a dos de los nuestros y les dio dos penales. El primero salió por encima del travesaño. El segundo dio en un poste. Ese día, como dijo en voz alta el propio referí, no le hacían un gol ni al arco iris.

El problema parecía insoluble y la tribuna estaba caldeada. Nos insultaban y hasta decían que jugábamos sucio. Al promediar el segundo tiempo empezaron a tirar cascotes.

El escándalo se precipitó a cinco o seis minutos del final. El Flaco Ramallo, cansado de que lo trataran de maricón, rechazó una pelota muy alta y yo piqué detrás de Giovanelli, que retrocedía arrastrando los talones. Saltamos juntos y en el afán de darme un codazo pifió la pelota y se cayó. La tribuna se quedó en silencio, un vació que me calaba los huesos mientras me llevaba la pelota para el arco de ellos, solo como un fraile español.

El arquerito de Barda del Medio no entendía nada. No sólo no podían hacer un gol sino que, además, se le venía encima un tipo que se perfilaba para la izquierda, como abriendo un ángulo de tiro. Entonces salió a taparme a la desesperada, consciente de que si no me paraba no habría noche de baile para él y tal vez hasta tendría que hacerme compañía en el árbol de fama siniestra. Él hizo lo que pudo y yo lo que no debía. Era alto, narigón, de pelo duro, y tenía una camiseta amarilla que la madre le había lavado la noche anterior. Me amagó con la cintura, abrió los brazos y se infló como un erizo para taparme mejor el arco. Entonces vi, con la insensatez de la adolescencia, que tenía las piernas arqueadas como bananas y me olvidé de Giovanelli y de Gallardo Pérez y vislumbré la gloria.

Le amagué una gambeta y toqué la pelota de zurda, cortita y suave, con el empeine del botín, como para que pasara por ese paréntesis que se le abría abajo de las rodillas. El narigón se ilusionó con el driblin y se tiró de cabeza, aparatoso, seguro de haber salvado el honor y el baile de Barda del Medio. Pero la pelota le pasó entre los tobillos como una gota de agua que se escurre entre los dedos.

Antes de ir a recibirla a su espalda le vi la cara de espanto, sentí lo que debe ser el silencio helado de los patíbulos. Después, como quien desafía al mundo, le pegué fuerte, de punta, y fui a festejar. Corrí más de cincuenta metros con los brazos en alto y ninguno de mis compañeros vino a felicitarme. Nadie se me acercó mientras me dejaba caer de rodillas, mirando al cielo, como hacía Pelé en las fotos de El Gráfico.

No sé si el referí Gallardo Pérez alcanzó a convalidar el gol porque era tanta la gente que invadía la cancha y empezaba a pegarnos, que todo se volvió de pronto muy confuso. A mí me dieron en la cabeza con la valija del masajista, que era de madera, y cuando se abrió todos los frascos se desparramaron por el suelo y la gente los levantaba para machucarnos la cabeza.

Los cinco o seis policías del destacamento de Barda del Medio llegaron como a la media hora, cuando ya teníamos los huesos molidos y Gallardo Pérez estaba en calzoncillos envuelto en la red que habían arrancado de uno de los arcos.

Nos llevaron a la comisaría. A nosotros y al referí Gallardo Pérez. El comisario, un morocho aindiado, de pelo engominado y cara colorada, nos hizo un discurso sobre el orden público y el espíritu deportivo. Nos trató de boludos irresponsables y ordenó que nos llevaran a cortar los yuyos del campo vecino.

Mientras anochecía tuvimos que arrancar el pasto con las manos, casi desnudos, mientras los indignados vecinos de Barda del Medio nos espiaban por encima de la cerca y nos tiraban más piedras y hasta alguna botella vacía.

No recuerdo si nos dieron algo de comer, pero nos metieron a todos amontonados en dos calabozos y al referí Gallardo Pérez, que parecía un pollo deshuesado, hubo que atenderlo por hematomas, calambres y un ataque de asma. Deliraba y en su delirio insensato confundía esa cancha con otra, ese partido con otro, ese gol con el que le había costado los dos dientes de arriba.

Al amanecer, cuando nos deportaron en un ómnibus destartalado y sin vidrios, bajo la lluvia de cascotes, nuestro arquero, el Cacho Osorio, se acercó a decirme que a él nunca le habrían hecho un gol así. "Se comió el amague, el pelotudo", me dijo y se quedó un rato agachado, moviendo los brazos, mostrándome cómo se hacía para evitar ese gol.

Cuando se despertó, a mitad de camino, Gallardo Pérez me reconoció y me preguntó cómo me llamaba. Seguía en calzoncillos pero tenía el silbato colgando del cuello como una medalla.

-No se cruce más en mi vida -me dijo, y la saliva le asomaba entre las comisuras de los labios-. Si lo vuelvo a encontrar en una cancha lo voy a arruinar, se lo aseguro.

-¿Cobró el gol? -le pregunté. -¡Claro que lo cobré! -dijo, indignado, y parecía que iba a ahogarse- ¿Por quién me toma? Usted es un pendejo fanfarrón, pero eso fue un golazo y yo soy un tipo derecho.

-Gracias -le dije y le tendí la mano. No me hizo caso y se señaló los dientes que le faltaban.

-¿Ve? -me dijo-. Esto fue un gol de Sívori de orsai. Ahora fíjese dónde está él y dónde estoy yo. A Dios no le gusta el fútbol, pibe. Por eso este país anda así, como la mierda.